Àlvar Fedz forja un territorio pictórico donde la inocencia aparente se funde con una expresividad visceral, evocando universos míticos y resonancias emocionales profundas. En sus lienzos, la línea –a menudo libre y vibrante– y los colores intensos dan forma a un lenguaje que, sin anclarse a ningún medio específico, canaliza la urgencia creativa del artista: tanto en pintura tatuaje o escultura, su impronta gestual permanece intacta.

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Su imaginario, plagado de símbolos afines al bestiario medieval y a la iconografía religiosa, expresa una dimensión casi sagrada. Si bien no hay una filiación confesional evidente, la presencia de cruces o la reinvención de figuras coronadas recuerdan Y aluden conceptos teológicos. Este componente espiritual, en gran parte inconsciente, enlaza con la tendencia de la pintura que reclama trazar una “mitología personal“ capaz de rellenar el vacío con su propia cosmovisión.

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En la obra de Àlvar, la naturaleza también son esenciales: astros, aves e insinuaciones de un suelo verde que evidencian el influjo del paisaje exterior, pero bajo una lógica libre de proporciones y jerarquías. Su enérgica pincelada canaliza en cada trazo un pulso vital que desdibuja el límite entre lo abstracto y lo figurativo. Así, personajes y formas flotan en un espacio que trasciende la perspectiva convencional, desatando en el espectador una sensación de sorpresa y cercanía emocional. Tal como apuntan otras reflexiones sobre la pintura, el “contenido” surge de un repentino encuentro con lo esencial; y en el caso de Àlvar, ese destello fugaz de lo poético y lo intuitivo se despliega con toda su fuerza en el lienzo.

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La obra de Àlvar es iluminada por una pulsión interior que anula toda pretensión mimética, muy similar a cómo sucede en el art brut: su pintura no replica el mundo, sino que lo reconfigura como un escenario onírico y frenético, donde las raíces de lo sagrado y lo terrenal se entrelazan, invitando al espectador a sentir, soñar y dejarse llevar por su magnetismo.

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